Cuando les digo a mis amigos colombianos que
la razón por la que vivo en Colombia, además del amor por mi esposa de esta
tierra, es porque me gusta el pensamiento de la gente del lugar, me miran como si
les estuviese tomando el pelo.
Es que entre el mal rollo del narcotráfico y de
la guerra, parece que ya se tienen poca fe y que la imagen de sí mismos está un
poco caída.
Me quedo pensando en su reacción descreída y
llego a la conclusión de que mi admiración no va dirigida a las políticas de
estado y gobierno que como todas en nuestra América Latina han estado muy
llevadas hacia terrenos de poca inteligencia, sino a la forma del pensamiento
de sus gentes.
Son los más cariñosos y los más crueles, los
mayores constructores y los mayores destructores, de bienes, ideas y vidas. De
esta historia que hablen los sociólogos; a lo que me refiero es a la capacidad
lógica para la paradoja que albergan sus mentes, en la que está fundamentado el
pensamiento dialéctico.
Llegar a esta estructura de pensamiento no es
fácil y los que lo consiguen tienen una herramienta maravillosa para enfrentar
la vida y, al mismo tiempo, es un tipo
de mentalidad que se presta a la manipulación. Porque en una mente
habitada por una lógica rígida, no entran matices, pero al mismo tiempo esta
plasticidad se presta para ser llevada a la confusión.
Ahora, en esta tierra de espíritus
maravillosos, se presenta una coyuntura política a su altura, resolver dos
dramas históricos: lograr la paz interior y legalizar las drogas.
Con estos dos logros históricos podrían
centrar su capacidad de una vez por todas, salir de la confusión histórica y
construir otro país.
Estos dos “imposibles” sólo pueden estar al
alcance de mentes privilegiadas y de salir triunfantes podrían sentar las bases
de lo que este país se merece, un futuro floreciente.
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